martes, 29 de diciembre de 2009

A los viejos


Viejos, gente que fue antes de mí, 
gentes que seremos, 
viejos que también vendréis, 

porque lo haréis.

Sabed que esta es mi carta de amor, 
mi testimonio de quien se siente viejo, 
aunque todavía pueda serlo de nuevo, 

aún otra vez.

Somos nosotros, vuestros mejores amigos, 
vuestros mejores amores.
Sabed que seremos nosotros, 
- como vosotros fuistéis y otros se jactan de ser-
quienes hablemos de qué hicistéis, 
y sobre todo de cómo.
Y al mismo tiempo otros haremos, 
que digan qué fuimos, 
y sobre todo cómo.

Viejos, amigos, preludio, 
miradnos porque somos realmente 
vuestro testimonio, 
vuestra marca en el mundo
-la que grite con pasmosa evidencia
que fuistéis
y que fuimos todos.

Nosotros somos esa salvación al tiempo, 
¿es que no lo véis?
Podrán buscar la trascendencia de muchas formas, 
pero la tienen en la cuna, 
al lado de la rutina y de la cocina fría de las madrugadas.

Viejos, 
quizás nosotros hubiéramos sido los mejores amigos, 
los mejores amantes;
sabed, sabed que podría ser así, 
aunque no lo es.
Y sabedlo para vivirlo en toda su intensidad, 
no para ver en nosotros 
sino a quienes os dirán
os reharán, 
y os completarán en los aciertos y en los errores,
hasta que otros nos digan, hagan y completen 
a su vez

y así por siempre, y así una vez más, 
siempre tan intensa como si hubiera habido una primera.

martes, 8 de diciembre de 2009

Gato

Tarde monótona. El tiempo no pasa, sólo se limita a estar ante mi, a ser como la mesa o como la taza de los lapiceros, a ser estático, pesado, plomizo. El único movimiento es el vaivén de la cola del gato. Él marca los tiempos ahora; él es quien dice el ya, el ya no, ahora, después. Frente a él, todo un mundo esperando cada nuevo coletazo. Y cada coletazo más y más cerca de la taza de los lapiceros. No pasa nada, nada se mueve, nada tiene respiración salvo el gato. El gato y su vaivén. Ahora lo ha tocado, una, dos y otra vez más. Cada nuevo coletazo roza la taza y la va acercando cada vez más al borde de la mesa. Ahora el tiempo ya no sólo lo marca el vaivén del gato, sino también la taza. O mejor, la distancia que la separa de una caída segura. Y eso me produce una cierta sensación de predicción de lo inevitable, de incapacidad y en consecuencia de angustia. Se va a caer. Casi sería capaz de decir cuántos coletazos faltan y entonces habrá un instante de silencio y luego todo habrá terminado para volver a comenzar más tarde. Todavía queda un poco, pero parece que el gato da sus coletazos como si el siguiente fuera el primero, o por tanto, también el último. Le deben quedar dos coletazos, tres a lo sumo. Y el resto del mundo sigue como paralizado ante semejante inacción, ante el siniestro vaivén. Yo no puedo sino esperar a que la taza caiga, pero esa certidumbre, esa absurda espera ante algo seguro me hace sentir cómplice. Me angustia aún más. Casi llevo un minuto sintiendo en mí la destrucción de la taza. Ese oscuro deseo cubierto de pánico que supone la idea de la desintegración, de la descuartización del cuerpo. Estallar en pedazos. ¿Qué me impediría espantar al gato y poner de nuevo la taza a salvo? No. Sé que no lo voy a hacer. La tarde es monótona y eso implica una regla intocable de imperturbabilidad. Soy yo mismo el que me impido salvar la taza. Es quizás ese deseo mío de mantener la angustia de su inminente estallido contra el suelo; deseo mezclado de temor y seguridad. La tarde es monótona pero yo he conseguido una sensación más que personal con una taza, ¿por qué debería renunciar a algo tan intenso? Otro coletazo. Ya no debe quedar sino uno más y entonces todo será un después. Un más tarde de este momento en el que todo está quieto y sólo se mueve la cola del gato en un arco majestuoso que se va acercando a la taza mientras mi dolor va creciendo más y más y más. Paf. 

Puto gato.